Samantha Burkhard

Llevo en mi espalda el equipo elite del que el líder de los Tasmanos es digno; armas de cuerpo a cuerpo y de distancia, equipo electrónico, uniforme (o ropa civil, dependiendo de qué lleve puesto)…

Es el momento que hemos estados esperando; yo, la organización, la humanidad… No lo veo como el día del juicio, pero podría muy bien serlo. Sea lo que sea, es la oportunidad para probarnos a los ojos de cualquiera que pueda estar viéndonos. Esto no es una guerra entre humanos, vampiros y lobos, y es estúpido que muchos lo usen como excusa para su violencia. Estamos viendo el inicio de una nueva era, y tenemos en nuestras manos el deber de corregir errores y hacer del mundo un sitio mejor.

Ninguna oportunidad es poca, nada es demasiado peligroso, me encanta la adrenalina de hacer algo que otros pensaban imposible; nada me impedirá lograr mis objetivos, defender lo que creo. Y no tengo paciencia para cobardes, no entre las filas Tasmanas.

Busco crear una base para algo más importante que todos nosotros, un presente y un futuro mejor; que la mano de la virtud guíe la mía, pues no me detendré hasta balancear la lucha del bien y el mal. Admito que me detendré a ayudar al desamparado, pero si esto se interpone entre “el bien de la mayoría”, haré el sacrificio.

Sí, está bien, soy en extremo desconfiada, no es fácil ponerme de tu lado o convencerme de que lo que tú dices es cierto. Sin embargo, cuando me demuestres lo leal, sincero, bondadoso y fuerte que puedes ser, te seguiré a la boca del infierno. O mejor dicho, te guiaré; no soy buena seguidora, muy rebelde, prefiero liderar y mi innegable carácter también lo prefiere así. Eso sí, traición es una palabra castigada con la muerte, y que en el inframundo se apiaden de tu alma.

Puedo parecer una persona en extremo estoica y estricta, y es cierto, lidero con puño de hierro a los que están bajo mi comando, pero fuera del trabajo soy agradable y me gusta bromear y divertirme. Lástima que para mí el trabajo no termina.

¿Qué puedo decir? Ah, bueno, empezaré donde todos empiezan: el principio.

Soy adoptada, mis padres biológicos eran magos, y digo esto porque desaparecieron sin dejar rastro. Al parecer no tenían una reputación aceptable, porque nadie quería adoptarme. A veces pienso que eran drogadictos, otras veces pienso que simplemente no tenían los medios para darme lo que necesitaba, pero pienso más seguido de lo que me gustaría aceptar que lo más probable es una mezcla de ambos y de la segregación. No importa ya, no soy una niña y ellos no son mis padres, perdieron esa oportunidad cuando me abandonaron en aquel lugar cuando solo tenía semanas de nacida.

Mis verdaderos padres, mis padres adoptivos, eran una pareja que no podía concebir. Querían un bebé pequeño, lo más pequeño posible, imagino que era para poder crear “momentos familiares” lo más temprano posible.

Mi madre era una mujer de descendencia Yoruba, nacida en Nigeria, que conoció a mi padre cuando emigró a Inglaterra. Al diablo con la segregación, dijeron en aquel momento, cuando una pareja interracial era un crimen contra dios. Aunque mi padre tampoco la tenía servida en bandeja de plata, en un grado mucho menor y por diferentes circunstancias, claro. Mi padre era alemán, había huido de la parte mala de Berlín, digamos para no entrar en detalles.

Mi infancia fue común, tan común como lo puede ser cuando se lucha contra la discriminación y el sistema racista en el que este mundo ama tanto creer. En ese momento no tenía idea de que también debería luchar, en su momento, contra el sexismo y la homofobia. Pero no se preocupen, lo descubrí, como era inevitable, cuando era adolescente. Esa fue la primera vez que vi a un hombre blanco confundido; no sabía por cuál insulto llamarme primero.

Me gusta pensar que siempre tuve talento para las ciencias. Sí, sé qué piensan, me ven y solo observan “musculo bruto”, ¿acaso es tan difícil de creer que también ejercito mi cerebro? Pues eso quise estudiar, lo que fuera referente a ciencia, pero mi herencia se interpondría por primera vez entre mis objetivos y yo. Tenía doce años, no es para tanto, lo niños sueñan y hay que dejarlos soñar.

Una noche, recuerdo que podrían haber sido las ocho o las nueve, era tarde y estaba oscuro, los Templarios llamaron a nuestra puerta; exigieron saber por qué no habían recibido respuesta de mi padre. No lo entendí entonces, ahora comprendo muy bien cuál fue el error de mi padre: los Templarios buscaban a su descendencia, a su hijo, para entrenarlo bajo la mano Templaría. Pero había algo que ellos no sabían, y eso era que mi padre no podía concebir hijos; mi padre era estéril, el legado de su familia, de nuestra familia, había terminado con él.

Afortunadamente, me parece ahora, yo era considerada parte de su legado; desconozco si de verdad pensaban así, o si estaban desesperados por mano de obra. Así que me separaron de mi familia, cosa que no suena tan terrible como fue, y me enviaron a entrenar.

El entrenamiento Templario, la vida Templaría, se volvieron mi vida. Juré honrar las tradiciones, hacer justicia, ser la luz que empujaba a la oscuridad al hueco maloliente del que había escapado. La roca de mi fe en este código es inmovible, impenetrable, y estos hechos no han cambiado en lo absoluto.

Si se preguntan por mis padres, ellos están muertos. Nada trágico, honestamente, murieron de eso que llamamos “muerte natural” debido a su vejez. Tomados de la mano, qué romántico, dejando de lado que la muerte natural nunca me lo ha parecido en primer lugar.

En fin, llegué a tener unos poco amistosos desacuerdos con la organización, más o menos relevantes al descubrimiento de mi origen como hibrida. No hace falta decir que tuve que huir de Inglaterra, rechazando el prejuicio de los Templarios y su hipocresía, haciendo de New York mi hogar.

Uniéndome a otros como yo, no tardé en tomar el cargo de Comandante, prometiendo protegerles y ayudarles a aprender a defenderse. No nos preocuparíamos por el bien vampírico, humano, o licántropo, acogeríamos a otros como nosotros, pero tendríamos siempre en mente un bien superior que todos juntos.

Bueno, que esos demonios cuiden sus espaldas, porque yo no soy como otros. A mí ni la muerte me detiene.